Los vinos de Cakebread, una agradable mezcla de calidad y tradición
Por Amanda Díaz de Hoyo
Especial para Vibeer
(23 de octubre de 2021) – Hay más colores en el vino que los que vemos con nuestros ojos; hay más historias del vino que las que se pueden contar al cabo de unas copas. Hay música, cuentos y ritmo en cada sorbo. Hay una cultura que une lo antiguo con lo moderno en una misma esencia. Sobre todo, hay camaradería que trasciende.
Así uno se adentra en este mundo de cepas hechas caldos, sin aciertos o desaciertos, como un niño que recién comienza a andar. Particularmente después del encierro pandémico, de tanta incertidumbre mundial, comenzar a disfrutar de catas y degustaciones ha sido un poco cuesta arriba para muchos, y me incluyo, retomar actividades sociales y educativas.
Cuando participé en la cata de vinos de la Bodega Cakebread, en El Hórreo de V. Suárez, desempolvé recuerdos de vinos pasados, que marcaron mi sendero en esta cultura dinámica y agrícola que me apasiona. Fue un vino en particular el que me marcó la cata dirigida por mis amigos, el sumiller Marcos Mercado y, la gerente regional para el Caribe y Latinoamérica de Kobrand Wines and Spirits, Anne Maryse López.
La cata, como suele ser la costumbre en ejercicios organolépticos, incluyó varios vinos de Cakebread, bodega californiana, del valle de Napa, establecida en la década del 70. Comenzamos con un Sauvignon Blanc, del 2019, interesante, que se mostró austero en nariz pero fue revelando sus encantos cítricos poco a poco, mientras procedemos con los demás vinos. Reservé un poco para volver a ver su desarrollo en la copa.
La segunda propuesta fue el Chardonnay del 2018. Por años, el Chardonnay estuvo en entredicho porque hubo estilos que ahuyentaron al consumidor y al posible consumidor. Para colmo, después era uno de los vinos favoritos de las “Housewives” de los reality shows de la tele… con tanto maquillaje y Botox, se perdió la elegancia del Chardonnay californiano.
Gracias a bodegas serias como Cakebread, el estilo educado y fino del buen Chardonnay se mantuvo. Este caldo me transportó a Beaune, en el corazón de Borgoña, aunque con un twist de rock clásico para recordarme su suelo americano.
Sus atributos técnicos de elaboración: barricas francesas y ocho meses sur-lie con battonage intermitente, entre otros, se apoderaron de mi copa para hacerme reconsiderar este love and hate relationship con el Chardonnay. Entonces, me lo imaginaba acompañado de la clásica sopa de cebollas, unos escargots o un fricasé de conejo con tostones de pana.
Luego pasamos a los tintos: Pinot Noir 2016, Merlot 2016 y Cabernet Sauvignon 2017. Son buenos vinos, pero mi paladar se rindió ante el Merlot 2016.
¿Merlot?
Sí, esa cepa es una de las que más se amolda a todos los paladares. Es un vino pleno, que habiéndose decantado dos veces, merecía que me regodeara un poco en la apreciación. Intenso color en copa con tonos violáceos y azules, aroma de cerezas negras, ciruelas maduras y toques minerales con notas especiadas leves,de buen postgusto y balance tánico, me resultó muy agradable y elegante.
El Cabernet Sauvignon 2017, tiene un sello de excelencia que no hay quien se lo quite pero de esta cata, el Chardonnay y el Merlot fueron mis dos vinos favoritos, muy equilibrados y pensados.
No cabe duda que esa marcada influencia francesa la lleva Cakebread en todos sus vinos y que tomar alguno es gratificante por la calidad y esmero con que producen sus caldos.